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Fructosa, melazas, sirope de ágave o manitol, existen múltiples opciones cuando queremos reemplazar el azúcar para escapar a los inconvenientes de este satanizado producto. La cuestión es ¿qué ventajas nos aportan? y ¿son tan saludables como parecen?

Imprescindible abordar una descripción del azúcar antes de considerar sus alternativas, sobretodo teniendo en cuenta la confusión que existe con respecto a este componente de la alimentación humana, pues bien sabemos que el azúcar es “malo”, pero, ¿qué es el azúcar?

¿A qué llamamos azúcar?

Estrictamente hablando, el azúcar se refiere a la sacarosa, un glúcido complejo presente en el reino vegetal principalmente, y que forma parte, como glúcido, de la alimentación humana, junto con las proteínas, los lípidos o grasas, las vitaminas y los minerales.

Sin embargo, familiarmente usamos la palabra “azúcar” para designar, por un lado, el polvo blanco extraído de la caña de azúcar, refinado o no, que usamos comúnmente para endulzar bebidas o confeccionar postres, y por otro lado, llamamos “azúcares” a todos los miembros de la familia de los glúcidos, simples y complejos, que incluye, además de la sacarosa, la galactosa, la fructosa, el almidón, la celulosa, la maltosa, el glucógeno, la ribosa o la ribulosa. Es por ello que la aseveración “el azúcar es necesario en la alimentación” lleva a una desafortunada confusión pues, efectivamente, necesitamos glúcidos para vivir, pero no particularmente el azúcar de caña, que no deja de ser un derivado. Para mayor complicación, este grupo de nutrientes se conoce también como “hidratos de carbono” o “carbohidratos” y a menudo nos referimos a ellos como “fibra”.

Los glúcidos

Nuestra necesidad de glúcidos se debe a las diversas funciones que sólo ellos pueden llevar a cabo en el organismo: producción de energía, formación de ADN y ARN, construcción de moléculas, o almacenamiento de información entre otras. La pregunta es ¿cuáles son los glúcidos que necesitamos realmente y de qué origen?

Los glúcidos están presentes en la mayoría de alimentos vegetales y algunos animales, por ejemplo, la lactosa se encuentra en la leche, el almidón en el arroz, o la fructosa en la fruta, y son metabolizados en nuestras células. Este proceso depende igualmente de otros compuestos presentes en los alimentos, como los oligoelementos, sin los cuales el organismo no puede hacer la transformación, por lo que pone en marcha otros mecanismos como la desmineralización de los huesos para substituir estos oligoelmentos ausentes. Es por ello que tanto el azúcar como la fructosa, disociados de la caña o de la fruta pueden, a medio o largo plazo, tener un efecto nocivo para la salud.

La mayor parte de las distintas pirámides alimenticias sitúan los glúcidos en la base, indicando que es el grupo de alimentos que deberíamos consumir en mayor cantidad, aunque existen corrientes dietéticas, como la dieta de la zona, la dieta Atkins o la dieta Fodmaps, que no comparten esta premisa. El caso es que este consenso mayoritario sobre la necesidad de priorizar los hidratos de carbono en la dieta lleva, igualmente, a una peligrosa confusión pues en general no se hace la diferencia entre los alimentos refinados y los completos. Como sabemos, los carbohidratos refinados como el arroz o el pan blancos, han sido desprovistos de su cáscara, donde se encuentran los oligoementos necesarios para su metabolismo, así como su fibra, además de que su índice glucémico o IG (capacidad de aumentar el nivel de azúcar en sangre) es mucho mayor que en esos mismos alimentos completos. Si además tenemos en cuenta que se confunde, como se ha explicado, a menudo el azúcar de caña con los glúcidos, esas mismas pirámides alimenticias pueden hacernos creer que es necesario y saludable consumir mucho azúcar blanco. ¿Absurdo? Una vez alguien me dijo que había escuchado en la radio que el azúcar era necesario para el buen funcionamiento del cerebro. La confusión es, para mí, un hecho.

Consecuencias del consumo excesivo de azúcar

A pesar de todo, es un hecho generalmente aceptado (aunque sólo sea a nivel teórico y no práctico) que el azúcar de caña es nocivo para la salud, pues numerosos estudios, además de la evidencia, demuestran que un exceso de este producto puede conllevar problemas cardiovasculares y hepáticos, inducir diabétes, promover la obesidad, alimentar tumores malignos, ser responsable de la hiperactividad infantil, además de estar indirectamente relacionado con la osteoporosis, la bulimia, un descenso de la inmunidad, o un aumento de la tensión arterial. El azúcar es, además, (y sin ánimo de parecer sensacionalista) extremadamente adictivo, entrañando una dependencia similar a la del alcohol, el tabaco o incluso la cocaína.

¿Porqué, pues, seguimos consumiendo azúcar tan alegremente? Y, lo que es peor, ¿Porqué se lo damos a los niños?

El principal problema, para mí, es (además de este embrollo con respecto a lo que es el azúcar) la falta de verdadera consciencia sobre, por un lado, la cantidad que consumimos pues se calcula que en 1900 la media era de 5kg por persona al año y actualmente consumimos uns 36kg; por otro lado ignoramos realmente los peligros que conlleva su consumo. Para empeorar el cuadro se trata de un producto legal, socialmente aceptado y, lo peor de todo, escondido en un sinfín de alimentos procesados. En efecto, desde las sodas hasta el vinagre balsámico, pasando por el jamón, el ketchup, el pan, la charcutería o las sopas precocinadas, existe una larguísima lista de productos industriales que contienen azúcar como aditivo ya sea para potenciar el sabor, para mejorar la textura o para compensar el exceso de sal. Ni siquiera los productos que reclaman en su embalaje “sin azúcar añadido” están libres de sospecha, pues podemos encontrar en su lista de ingredientes el aditivo E460, célulosa de las fibras vegetales, un glúcido de incognito, o peor, puede que el azúcar se haya substituído por un edulcorante o azúcar de substitución.

Las alternativas artificiales

Desde la famosa sacarina, derivada del petróleo, sospechosa de promover cánceres, y prohibida en países como Canadá, hasta el neotame, desarrollada por Monsanto (el demonio de la alimentación) y prohibida en los productos Bio, muchos son los edulcorantes que se han desarrollado en distintos laboratorios para remplazar el azúcar de mesa, pensados principalemente para aquellos que siguen régimenes adelgazantes y para los diabéticos. Sin embargo, la evidencia ha ido demostrando que es peor el remedio que la enfermedad, literalmente, pues el manitol (presente en alimentos para diabéticos) está contraindicado en caso de problemas cardiovasculares y conlleva un riesgo de edema cerebral, y al sorbitol (componente habitual en las gomas de mascar sin azúcar) se le atribuye una oscura relación con la neuropatía diabética, por mencionar tan sólo algunos de estos dudosos reemplazantes. No es de extrañar que el público haya buscado alternativas más naturales.

Los edulcorantes naturales


A menudo, cuando buscamos una alternativa al azúcar blanco nos decantamos por el azúcar moreno, pues se trata del azúcar no refinado, que contiene naturalmente su melaza así como sales minerales y oligoelementos presentes en la caña de azúcar, y al cual se le llama también rapadura o moscovado. Pero ¡atención! a menudo lo que parece ser azúcar moreno no es más que azúcar blanco (refinado) al que le ha añadido caramelo para oscurecerlo. También podemos encontrar azúcar “rubio”, refinado parcialmente. En cualquier caso, blanco, rubio o moreno, el azúcar de caña tiene un alto índice glucémico o IG (70) y, por tanto, su consumo continuado supone un riesgo para la salud.

Otra opción recurrida es la miel de toda la vida, rica en antioxidantes, vitaminas y minerales, menos calórica que el azúcar, pero con el mismo IG que este, por lo que no ganamos gran cosa. Personalmente, considero la miel más como un medicamento que como un alimento.

También la melaza, residuo de la cristalización del azúcar de caña (que contiene cenizas), rica en minerales y muy solicitada en reposteria, tiene un IG alto (70) que no la sitúa entre mis favoritas a la hora de remplazar el azúcar.

Hubo una época en que la fructosa en polvo estuvo muy de moda en las tiendas de dietética, pues endulza mucho más que el azúcar de caña (por lo que usamos mucho menos) y es más baja en calorías. Pero faltó poco tiempo para que su lado oscuro saliera a la luz, pues pronto se supo que, a la larga, aumenta la tolerancia a la insulina, aumenta los triglicéridos y promueve inflamaciones, quedando relegada a un uso ocasional.

Más tarde fue la moda de los siropes, de ágave, de arce, o de malta, por ejemplo. Aunque algunos de ellos cuentan con un IG bajo, como el de ágave (entre 15 y 40) o el de cebada (42), no dejan de ser ricos en fructosa y, algunos en sacarosa. Cuidado con el sirope de trigo o de maíz, pues tienen IG de 100 y de 115 respectivamente.

Últimamente veo otros tipos de azúcar en las estanterías de las tiendas “bio” como el de palma (que proviene de las palmeras de azúcar, distintas a aquellas que están talando masivamente para hacer aceite barato) de IG 35, o el de coco, rico en antioxidantes y vitaminas B y C, y con un pequeño IG (25) que lo convierte en el nuevo favorito de los que no quieren renunciar a endulzar sus desayunos, postres, bebidas y meriendas, pero que se preocupan por la salud.

La mala noticia es que todas estas alternativas naturales ejercen, a medio y largo plazo, un efecto acidificante del organismo y, peor aún, son adictivas. Es decir, estaremos substityendo algo malo por algo menos malo. Lo cual nos lleva al único producto remplazante que me parece posible si queremos nadar y guardar la ropa. Sin duda, se trata de la Stevia.

En su momento escribí un artículo sobre esta revolución dulce y sana por lo que resumiré diciendo que, después de años de loby corporativo, esta planta medicinal se ha hecho un lugar dentro de la alimentación saludable no sólo por su capacidad edulcorante (unas 300 veces más que el azúcar), sino porque es tolerada por los diabéticos y porque cuenta con un sinfín de propiedades. Se comercializa en forma de polvo, en gotas, en pastillas e incluso en infusión, y se puede cultivar en casa. ¿Porqué, pues, no se ha lanzado todo el mundo a consumir Stevia? pues porque tiene un ligero sabor que no a todos complace, y porque su precio es ligeramente elevado, pues a fecha de hoy no se produce masivamente. Lo cual es una gran pena porque estoy convencida que si todos los consumidores de azúcar, sucedáneos y alternativas se pasasen a la Stevia, se terminaría la diabetes en el mundo. Confío en que llegue el día en que produzcan polvo de stevia sin sabor y las inyecciones de insulina no sean nunca más necesarias.

Sin embargo, y como reflexión última, cabe cuestionarse esta necesidad que tenemos de dulce, esta gran adicción camuflada que, a su vez, camufla otras carencias. Pues me consta que la necesidad exacerbada y epidémica de endulzar la alimentación no se debe a otra cosa que a la ansiedad, el desamor, el estrés o la fatiga, y sólo encarando y solucionando estos desequilibrios podremos llevar una vida sana, sin necesitar ni depender de ningún dulce.

Fuentes:

  • “The Sugar Blues” William Dufty
  • “Nutrition made easy” The Fitness Jumpsite TM 1995-2000
  • “Medicina y salud – guía práctica ilustrada de la A a la Z.” Círculo de Lectores 1985.
  • “Encyclopaedia of natural medicine” Murray & Pizzorno 1990.

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