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Más ancha y regia que la “verdadera”, esta variedad de lavanda es autóctona de la franja mediterránea de Francia y España, y comparte con las de su familia las infinitas propiedades que caracterizan a esta planta tan universal dentro del mundo de la Aromaterapia. Pero se distingue, sin duda, por una serie de matices que invitan a explorarla un poco más.

De la Lavandula latifolia se extrae grandes cantidades de aceite esencial por destilación al vapor y al agua de las sumidades floridas. Esto, sumado a que, a diferencia de sus hermanas, crece cerca del mar, y no precisa grandes altitudes, hace su producción  menos costosa por lo que el aceite resulta más económico que el de la Lavandula angustifolia. 

Este aceite tiene, además, la particularidad de poseer un alto contenido en alcanfor, entre un 40 y un 60%, lo cual le otorga mayores propiedades que la Lavanda verdadera en el ámbito respiratorio, muscular y como insecticida. Es, pues, no sólo un gran regulador del sistema nervioso y un excelente sanador cutáneo (como lo es la Lavanda en general), sino que está especialmente indicado en forma de vahos o inhalaciones para infecciones respiratorias, así como dentro de fórmulas de aceite para masaje descontracturante.

El célebre herbalista inglés, Nicholas Culpeper la recomendaba en su compendio, para “dolor de la cabeza y cerebro que procede del frío, la apoplejía, hidropesía, enfermedad lenta, espasmos, convulsiones, parálisis y propensión a desmayarse”. Igualmente, remarcaba sus beneficios sobre el sistema nervioso pues aseguraba que ayuda a aclarar la mente aportando calma a los sentidos y a la vez un estado de alerta.

Mezclando la Lavanda verdadera y la Lavanda spica se consigue el Lavandín (o lavándula hybrida).

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